La Yesera y la llegada al Barroso

El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras, cuando nos enfrentamos al último tramo hacia el campamento Barroso. El cansancio de la jornada se hacía sentir en cada músculo, pero la proximidad del destino inyectaba en nuestras venas un renovado vigor.

El terreno, que había sido un mosaico de desafíos, ahora se transformaba en un sendero más amable, aunque no menos exigente. La vegetación escasa daba paso a un paisaje más rocoso, donde cada piedra parecía contar su propia historia milenaria.

A medida que avanzábamos, el aire se volvía más frío y el viento soplaba con menos fuerza, como si la naturaleza misma nos concediera una tregua para este último esfuerzo. Los últimos rayos de sol se reflejaban en las cumbres distantes, prometiendo un descanso merecido tras la llegada.

Antes de alcanzar nuestro destino, nos enfrentamos a ‘La Yesera’, un sendero de piedras blancas sueltas que se extendía ante nosotros como olas en un mar petrificado. Cada paso era un cálculo, cada movimiento un desafío, mientras sorteábamos las rocas, testigos silenciosos de nuestra perseverancia.

Finalmente, después de horas de marcha y paradas programadas, el campamento Barroso se materializó ante nosotros.

El último obstáculo de nuestro viaje era el río que llevaba el mismo nombre que nuestro ansiado campamento: el Barroso. A pesar de la avanzada hora y de las aguas engrosadas por el día, el cruce fue sencillo. Los caballos, con su paso seguro y su instinto infalible, nos llevaron a través de él sin titubear.

Las carpas, ya armadas, se alineaban como centinelas de lona bajo un manto de estrellas y nubes. Dos guías, que se habían adelantado a caballo, nos recibieron con sonrisas, abrazos y palabras de aliento.

El campamento era un conjunto armonioso de unas cinco o seis carpas medianas y otras tantas más grandes, con dos baños en casetas de madera que prometían un mínimo de confort en la austeridad del entorno. Rápidamente nos adueñamos de una carpa, el frío de la noche se hacía sentir, y nos apresuramos a cambiar nuestra ropa técnica por capas térmicas. Una pequeña corriente serpenteaba por el medio, ofreciendo su agua fresca.

En esos momentos de intercambio silencioso, se tejía un vínculo sutil, un reconocimiento mutuo de compañerismo en la vastedad de la montaña.

Los perros, fieles compañeros del arriero, deambulaban con una mezcla de nobleza y necesidad. Acostumbrados más al trabajo que a las muestras de afecto, cada caricia que recibían era un regalo inesperado, un gesto que, aunque pequeño para nosotros, para ellos era un lujo. Sus ojos reflejaban una sencilla gratitud, y aunque su hambre era evidente, parecían valorar el calor humano tanto como el sustento que les ofrecíamos. En esos momentos de intercambio silencioso, se tejía un vínculo sutil, un reconocimiento mutuo de compañerismo en la vastedad de la montaña.

La cena fue un festín modesto pero reconfortante: una picada de quesos, pan y fiambres seguida de un buen plato de pasta con pesto que nos devolvió energía. Luego, con los dientes limpios y el cuerpo cansado, nos entregamos al sueño. La noche transcurrió con tranquilidad, salvo por el episodio de uno de nuestros compañeros, quien, huyendo de los ronquidos de otro, optó por la aventura de un vivac improvisado bajo el cielo andino.

En la sección correspondiente a la yesera, es crucial mantener una alta atención debido a la presencia de piedras sueltas que pueden provocar caídas o deslizamientos. El terreno, irregular y con múltiples desniveles, requiere de un paso firme y seguro. Además, la zona cuenta con varios barrancos que, por su profundidad pueden representar algún riesgo. Se recomienda avanzar con precaución, manteniendo la mirada en el camino y utilizando bastones para mejorar el equilibrio y la tracción.