El Desafío del Río Atuel
A pesar de las muy pocas horas de sueño, el espíritu de aventura nos impulsaba a continuar. A las 10 de la mañana terminamos de aprontar nuestro equipamiento: rompevientos, lentes, buff, gorra, bastones, botas y mochilas, y partimos hacia el campamento base El Barroso, situado a 2600 metros sobre el nivel del mar. El trayecto prometía ser arduo, y así lo fue, extendiéndose por unas largas 10 horas.
El primer obstáculo que enfrentamos fue el cruce del río Atuel, un caudaloso afluente del río Desaguadero, conocido por su origen glaciar y su recorrido de aproximadamente 790 kilómetros a través de diversos ambientes geográficos.
«Atuel» proviene de un vocablo puelche «Latuel», que significa «Alma de la tierra».
La creciente del río, exacerbada por deshielos atrasados, lo hacía imposible de cruzar a pie. Por primera vez en 20 años, los ríos estaban más crecidos y peligrosos que nunca en esta época, un testimonio del caprichoso clima de la montaña.
Montamos a caballo, la única forma segura de vadearlo. Seis caballos, fieles compañeros de ruta, nos llevaron a través del río, mientras cuatro perros valientes nadaban incansablemente detrás de nosotros, luchando contra la corriente en un esfuerzo admirable. La travesía tomó poco más de una hora, un tiempo que parecía suspendido entre el rugir del agua y el latido de nuestros corazones.
Tras el río, nos encontramos con un sendero de piedra suelta, un terreno traicionero que exigía toda nuestra atención. El viento, como un gigante invisible, soplaba con fuerza, saludándonos con una bienvenida que era todo menos cálida. Superamos este camino y nos enfrentamos al primer gran desnivel positivo, una subida que desafiaba tanto nuestro físico como nuestra determinación.
Al superar la pendiente, el paisaje se abrió ante nosotros, revelando un valle donde el viento amainaba y el rompevientos ya no era necesario. En la montaña, cada pequeño hilo de agua que serpentea hacia los ríos es un canto a la vida. Hay algo profundamente conmovedor en llenar tu botella en estos arroyos vivaces, donde el agua, filtrada por milenios de roca y tierra, llega a tu cuerpo con la promesa de la naturaleza en su estado más puro. Es un acto de conexión con el mundo natural, un momento de gratitud por los regalos simples pero vitales que nos ofrece la tierra.
Los desniveles se suavizaron, permitiéndonos adoptar un ritmo de marcha más ligero y constante. El Barroso nos esperaba.

